Andrea Abreu
Barret, 2020

Panza de burro, la primera novela de Andrea Abreu, es una historia sobre la amistad y la infancia, o el final de todo eso. Cuenta un verano, otro verano, igual pero diferente. La narradora e Isora, su mejor amiga, tienen diez años y son inseparables. Viven en un pueblo siempre nublado al norte de Tenerife. No hay playa ni sol, tan solo muchas cuestas que subir y bajar y mucho tiempo que matar.
Es un verano, de alguna manera atemporal, en un lugar de otro tiempo, «como de otra época en la que la gente vivía en cuevas y dormía con los perros sobre el piso, cuando no había piche, ni amasadoras, ni centro cultural, venta, bar, iglesia, bemetas planchadas al suelo, guenbois, beibiborns con huequito pa la pipi, móviles con tapa, mésinye. Como cuando no existía Isora y yo tampoco existía.»
Sabina Urraca, editora de la novela, describe la escritura de Abreu como «inteligente y salvaje, con un gran pulso poético y sin miedo.» Parece que lleve dentro suyo el fuego del vulcán, esperando el momento de entrar en erupción. Y es que la autora de Panza de burro, cual sirena mitológica, te seduce con su lenguaje, utilizando una sintaxis y ortografía puramente canarias y pueriles, adaptándose así a la realidad de sus protagonistas. Al leer, yo, una “niña peninsular”, puede que no entienda una de cada diez palabras, pero tampoco me paro a buscarlas en google. Tampoco busco imágenes de las comidas que se describen, ni de los paisajes. Siento que tengo que leer la novela así, aceptando esa distacia que se crea, abrazándola.
Pero más allá de eso, casi todo lo demás lo reconozco. Reconozco esa amistad femenina llena de dependencia, de enamoramiento. Esa ansiedad al pensar y preguntarme «cómo ella sabía tantas cosas que yo no sabía y entonces me ponía triste porque pensaba que yo no tenía tristeza propia, que mi tristeza era la de ella pero dentro de mi cuerpo, una tristeza como de imitación…» Y es que la joven narradora es consciente de que empieza a necesitar algo de independencia, necesita encontrar una identidad individual, separada de Isora. Pero al mismo tiempo nunca se ha sentido más unida a ella. La sigue a todos lados, aprendiendo, experimentando, pero a veces sabe que no está siguiendo sus propios impulsos, sabe que no está preparada para algunas de las cosas que está haciendo, pero tampoco sabe decir que no y se deja arrastrar. Porque ella no es «tan echá pa lante, tan sin miedo» como Isora.
Violeta Rodríguez