Todos los caballos del rey
Michèle Bernstein
Anagrama
“Hay que estar triste, enormemente, porque si no, envejecerás enseguida.”
Michèle Bernstein (París, 1932) hace un retrato de su vida, de su pareja, de sus amigos, de sus amantes, de su ciudad, a través de la forma de mirar que te da la juventud. Una visión que sabes que no volverás a tener, y que aunque mira más hacia uno mismo, está despierta y recibe todo lo que viene de fuera. La juventud de los protagonistas es prácticamente otro personaje. Nada tendría sentido si ellos no se sintieran invencibles, rebeldes, inmortales…
La novela ocurre en Francia en los años sesenta, cuando fue escrita. Parece una película de la nouvelle vague, tanto por lo que se cuenta, como por cómo se cuenta. Las casas que describe la autora, los ambientes y atmósferas que crea me recordaban mucho a Les doigts dans la tête, de Jaques Doillon.
Los protagonistas de la historia son Gilles (Guy Debord) y Geneviève (la propia Michèle Bernstein), que en el momento eran marido y mujer. La novela es como una ventana a la vida de estos jóvenes intelectuales. Te da el placer de acompañarlos durante unos meses, de viajar un poco con ellos y después cada uno seguimos por nuestros caminos.
Lo mejor es que no ocurre nada extraordinario, no pasan cosas emocionantes en cada capítulo y tampoco lo echas en falta. Al contrario, puedes disfrutar leyendo, de una manera más tranquila, recibiendo lo que la autora te va contando, escuchando su historia.
Viajas a París y caminas, caminas mucho, sobre todo de noche. El amor que la autora siente por su ciudad es contagioso, a mi me hizo mirar mi ciudad de otra manera. Reflexionar sobre lo mucho que he disfrutado paseando por Madrid, en verano, en invierno, cuando la ciudad está llena de turistas o cuando está completamente vacía.
Y cuando ya no puedes más de la abrumadora intelectualidad parisina, los personajes se van de vacaciones. Siempre que en las novelas hay un viaje me produce una satisfacción tremenda, al igual que cuando en las películas la gente come. Me encanta que cambien de aires y que se dediquen a no hacer nada.
En la novela se habla justamente de eso, se dice que Gilles, que aparentemente no hace nada, se dedica a la “reificación”. Según la rae es sinónimo de cosificación. En la ideología marxismo era considerar a un ser humano consciente y libre como si fuera un objeto o cosa no consciente ni libre. Pero, sinceramente, no entiendo en qué consiste dedicarse a eso.
“- ¿Qué tenéis en común? – Los defectos. Tenemos los mismo defectos.” También es una historia de amor, de sentimientos y de cómo se relacionan las personas. La pareja protagonista se ama de una manera aparentemente libre y sin ataduras. Tienen relaciones con otras personas, tanto juntos como por separado. Pero en el fondo, sólo están tranquilos si saben con seguridad que el amor que se tienen el uno por el otro es diferente. Cuando empiezan las dudas entran las inseguridades. En la novela sólo se cuentan las de Geneviève, y es bonito estar en su cabeza, leer sus pensamientos.
Ella lucha todo el rato por aparentar que todo le va bien, que nada le importa demasiado. Quiere dar la impresión de que nada le incomoda, de que Gilles puede hacer lo que le de la gana. Hay un momento, cuando se acaban de ir de vacaciones, que ella no está del todo cómoda, se siente fuera del grupo, y cuando llega Bertrand (su amante) dice “me alegré tanto que se me notó”. En esa actitud hay algo que para mi es muy triste, pero a la vez me gusta, hace que se vuelva todo menos heroico y más humano.
También hay en la novela un rechazo por la tristeza de otros y al mismo tiempo una defensa de la tristeza como sentimiento propio, y válido. Se habla mucho de dónde se puede estar triste, dónde es más fácil y dónde más difícil, pero siempre de una manera individual. Nunca es una tristeza compartida. Es una especie de contradicción, de estar bien y triste al mismo tiempo.
El otro día fui a ver Evel Knievel contra Macbeth en la tierra del finado Humberto de Rodrigo García y hubo una escena que me recordó a esto. En un momento dado, una de las actrices, se pone a clasificar una lista de cosas en dos: cosas que se hacen en casa y cosas que se hacen fuera de casa. Y una de las cosas que dice es: “Llorar cuarenta y cinco minutos en el baño: en casa. Llorar cinco minutos en el baño: fuera de casa.” No sé, hubo algo de esa manía que tenemos de que nadie se entere de lo que nos pasa, que me hizo acordarme de lo que cuenta Bernstein en esta novela. Ese intento desesperado por aparentar que estamos bien.
Violeta Rodríguez