Hace ya unos años se representó en la librería una obra de teatro seriada titulada Días como estos. Cada noche de viernes y de sábado, el espacio se convertía en un escenario a medias. Y digo a medias porque lo que aquellos actores representaban era la vida en una librería, más o menos.
Recuerdo la extrañeza de ver al actor Carlos Chamarro representando el personaje de alguien que podía ser yo. O si no yo, alguien a quien yo podía representar: un librero. Pero en aquella época yo no era un librero cualquiera, claro, sino uno inexperto, de tercera regional si me pongo simpático. No digo con ello que ahora sea mejor, aunque durante estos años me he esforzado. No obstante, para aquel estudiante de periodismo que fui, con algún que otro fracaso a mis espaldas, trabajar en la librería era un reto y un privilegio, una casualidad, una suerte, un accidente.
De aquella obra de teatro saqué varias cosas en claro: una de ellas es que no es lo mismo ser librero que trabajar en una librería. Igual que no es lo mismo ser escritor que publicar un libro. Un librero no es sólo el que vende libros. Ni siquiera el que recomieda los libros que le han gustado. El buen librero no se mira el ombligo, piensa, por encima de todo, en el lector. Recuerdo la novela de 84, Charing Cross Road. Frank Doel, más tarde interpretado por Anthony Hopkins, es un buen librero atento, cuidadoso, responsable y eficaz. Helena Hanff no sólo silueteó la figura del librero ejemplar, al estilo británico de segunda mitad del siglo XX, sino que hizo una descripción fantástica de la relación que mantiene un lector con su librería (sus libreros).
Es imposible concebir una librería sin lectores, y no me refiero solo al plano económico, sino al afectivo, y al de intercambio de gustos literarios que se genera entre unos y otros. Cuando esa relación es fluida, el enriquecimiento es mutuo. Al final, una librería no deja de conectar a lectores, crear una sintonía propicia para la lectura. «Una librería es una estafeta de afectos», señaló un día Antonio Lucas en una entrevista que le hicimos en La Buena Vida.
Hay algunos otros libros en los que se ha plasmado ese sentimiento de pertenencia a este gremio. La Rue de L’Odeón (Gallo Nero, 2011) es uno de ellos. En él se narra la trágica historia de Adrienne Monnier, una mujer precursora que abrió una librería en el Barrio Latino, en París, en plena Primera Guerra Mundial. La llamó La Maison des Amis des Livres, en ella los intelectuales hicieron nido y los poetas encontraron un espacio para dar cobijo a su lirismo. Dije trágica porque Monnier se suicidó a causa de un pitido insoportable que la martirizaba conocido como el síndrome de Ménière.
La librería (Impedimenta, 2010) es otra narración que encuentra en estos espacios coronados de anaqueles su razón de ser. Esta vez es Florence Green, una mujer inocente y solitaria que vive en un entorno rural donde se puede respirar la mezquindad de la vida de provincias. Southwold es un pueblo que carece de aspiraciones culturales. Si a eso le añadimos un caso de poltergeist, encontramos una narración de la que se pueden hacer múltiples lecturas. ¿Tienen las librerías vida propia?, me pregunté después de leer la novela que Isabel Coixet acaba de adaptar al cine. El libro, de nuevo, está basado en la experiencia personal que Penelope Fitzgerald tuvo como librera en un pueblecito, caso de poltergeist incluido.
Es Mi maravillosa librería (Periférica, 2015), de Petra Hartlieb, uno de mis preferidas cuando se trata de hablar de este subgénero. Esta librera valiente -sin demerecer a tod@s las demás- cuenta su experiencia después de fantasear con su marido sobre comprar una librería. Hartlieb abandona su ciudad y vuelve a Viena, donde arrastra hijos, marido y perro. En esta autobiografía novelada, la librera relata de manera pormenorizada las dificultades que un librero encuentra para sacar adelante un pequeño proyecto de esta envergadura. Una librería siempre es un desafío.
Estos son algunos libros que me han contado algo que vivo a diario. Pero la realidad siempre es más pedestre, más cruda y menos poética que la literatura. Aun así, hay días en los que he sentido una epifanía a última hora, cuando me he quedado a solas en la librería. A veces he tenido la sensación de que la librería tiene vida propia, como si una fuerza ajena a la humana capitanease ciertos temblores. Entiendo que sólo son sensaciones alteradas por la cafeína de la tarde o la cerveza de última hora. Aunque a veces me viene una idea más excéntrica aún, un pensamiento que se me posa en la cabeza muy de vez en cuando: durante todos estos años que he estado trabajando aquí, he tenido varias relaciones sentimentales, ninguna ha durado tanto como la que mantengo con La Buena Vida. Hay días en que he pensado que mi novia es una librería.
@cercodavid es David García Martín
Precioso artículo, David.
Yo pasé parte de mi adolescencia en una librería que tenía la madre de unas amigas, bueno tenía y tiene, lo que pasa es que hace algún tiempo se especializó en libros de cocina. Pero cuando yo iba allí, casi cada día, había todo tipo de libros y rodeada de ellos, yo era feliz. En mi blog escribí un relato de tres capítulos narrando la historia de lo que pasó cuando en los años 70 un grupo de ultraderecha la quemó.
Muchas gracias. Un saludo