Tierra de campos

Tierra de campos
David Trueba
Anagrama

Hay dos tipos obvios de reseñas sobre novelas (positivas y negativas), pero uno diría que debería existir un tercer tipo de reseña: para las novelas que cuentan historias que importan. Sobre la gente que importa. Sin necesidad de defenderlo así, ni de reivindicarlo. Simplemente en un recorrido por el tiempo que sucede dentro de un viaje por Castilla, y que adquiere tintes de retrato generacional.

Hay algo muy especial en esas novelas, que solo de tarde en tarde nos caen en las manos, en las que los personajes nos parece que podrían haber formado parte de nuestro círculo de amigos. Y nos hacen caer en la cuenta de que, más allá de nuestra etiquetado social (y por lejos que estemos de la vida de un guitarrista de rock), a la gente nos van pasando y nos van concerniendo las mismas cosas (aunque siempre de una manera diferente, por eso sigue habiendo novelas, y buenas conversaciones, y encuentros).

Gus, Dani, Animal… es inevitable encabezar con Gus, el recuerdo de los amigos que forman el grupo musical, Gus, ese chaval deslumbrado por el éxito y la posibilidad súbita de reinventarse frente, a la marginación del pasado, en un personaje irresistible que arrasa con todo por un mundo donde todo vale. Dani Mosca, el centro de gravedad de este relato generacional, es un tipo que toca y toca la guitarra y sigue tocando sin angustias creativas y a la vez sin tregua, alguien que va escribiendo la novela, en primera persona, pero a menudo contándonos las historias de otros, de sus amigos, de sus padres, de las chicas que quiso, de las cosas que le pasaban a la gente en medio de un país que, como se dice en algún lado, transitó de la dictadura franquista a la dictadura del éxito económico sin demasiado avance moral, con las consecuencias conocidas. En cuanto a Animal, al que su apodo ya define, es el tercer amigo imprescindible para el equilibrio, el especialista en eliminar falsas trascendencias con un comentario zafio, pero certero.

Mención especial merece el padre de Dani, representante emblemático de una generación que mantenía el empeño de llamar a las cosas por su nombre (“procura no trabajar para ricos, nunca van a apreciar tu trabajo porque ellos no saben lo que es”) y que nunca ha perdido el instinto de vivir pegado a la tierra y de charlar con los vecinos en la calle.

La prosa de la novela remite al pulso rebelde de ese chaval de barrio que no olvida sus fuentes por el éxito y que renuncia a adquirir los códigos más estilizados de cierta pose intelectual; tiene un punto de generación beat. Es la prosa de una literatura real, sin preciosismos ni moralejas sentimentales, la que escribe un tipo a los cuarenta y tantos años para repasar el tiempo sin más, sin un porqué; una prosa que no mitifica ningún recuerdo ni se deleita en sí misma y que no obstante logra que nos leamos cuatrocientas páginas en una semana, a pesar de un sinfín de ocupaciones.

En las páginas finales, asoman dos reflexiones que iluminan la novela y le dan una cierta trascendencia, una profundidad de la que el autor parecía haber huido hasta ese momento. No puede adelantarse aquí mucho más, para el que aún no haya leído hasta ahí. Solo que uno siente que esas páginas finales podrían llevarnos a un tiempo de más verdad.

Sí vale la pena repetir ese agradecimiento a las novelas que nos llevan por las vidas de la gente que importa, que no es noticia pero que hace importantes las vidas de quienes tienen cerca. Un amigo en el momento adecuado, nuestros padres, los libreros de La Buena Vida… personas humanamente extraordinarias que se empeñan en parecer normales, como seguramente le pase también al autor (lo que distingue además a David Trueba, entre otras cosas, con perdón, es que sabe contar historias de puta madre).

Emilio T.

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