La fabulosa taberna de McSorley

La fabulosa taberna de McSorley
Joseph Mitchell
Jus Ediciones
Con El secreto de Joe Gould (Anagrama, 2000) el periodista norteamerciano Joseph Mitchell pasó a formar parte del canon de muchos cronistas aspirantes a escribir el relato no oficial de su propia ciudad.
Mitchell buscaba en las rostros ajados, en las callejones, en las tabernas historias que mostraban la cara b de un Nueva York alternativo, a veces sucio y pobre, marginal y bohemio.
Eran relatos que por cotidianos, o por no ser protagonizadas por personas con renombre, aunque no por ello carentes de interes, se perdían en el barullo inasible de la Gran Manzana. Mitchell encontró en el perfil y en la crónica local su espacio como periodista. Y en las publicaciones locales, y más tarde en el New Yorker, su plataforma para dar a conocer ese universo tan personal y tan humano.
La fabulosa taberna de McSorley es una selección de textos que Jus Ediciones ha publicado y que rompe con el silencio depués de la muerte del periodista en 1996 -al margen de la edición de Anagrama por su 50 aniversario-. Es precisamente con ese mismo título con el que arranca la primera crónica del libro.  El título  ya había sido utilizado en una de sus anteriores recopilaciones.
Con gran exquisitez, Mitchell reconstruye la historia de esta taberna mítica, la de McSorley, que pasa de padres a hijos, y pasa por las manso de un policía que había formado parte de la clientela. Buena cerveza, cebolla y huevos duros como aperitivo se mezclan con el olor a serrín en este bar que pasó de rositas por la época de la ley seca.
Esta primera narración es un muestra de la manera que tiene Mitchell de mirar el mundo. Paciencia, un buen enfoque, la capacidad para transmitir ambientes y las conversaciones bien colocadas, aunque quizá diluidas en vagos recuerdos, consiguen que el lectoresté sentado ahí mismo y con un codo apoyado en la barra de la taberna.
Antes de que cayera en un bloqueo absoluto, que duró 30 años, Mitchell se había recorrido “la Gran Puta de Babilonia y la madre de todos los engrendros”. Su caracter afable y su don de gentes ayudó a que entrara en las vidas de las personas.
En esta selección podemos leer sus encuentros con Jane Barnell, la Mujer barbuda, o con la niña prodigio, remilgada y pedante, Phillippa Duke Schuyler, que toca el piano y canta como un pajarillo oscuro. O leer pequeñas instantáneas que captan el espíritu de un bar como el Vissage o ser partícipe del cambio de humor en una pareja que ha ido a tomarse unas almejas con whisky o el de un tipo cualquiera que después de seis semanas de abstinencia vuelve a caer en la trampa del alcohol.
Las crónicas muestran a veces la propia experiencia del autor mientras se cuela en la intimidad de sus personajes. Las escenas cotidianas se nos presentan sin el letargo de las horas que Mitchell tuvo que gastar para llegar a esos encuentros y situaciones.
En Los cavernícolas Mitchell va tras una pareja con problemas económicos que no se toman nada bien lo que el periodista ha publicado sobre ellos. No le falta sentido del humor al periodista cuando intenta enviarle de regalo una botella de licor, después de que “el cavernícola” se la ha arrojado con todas sus fuerzas, con la fortuna de que se rompe contra una pared en vez de contra su cabeza.
Otras, en cambio, el cronista es un espectador que no aparece. O aparece sin aparecer, porque MItchell siempre está dando forma a las situaciones. Indicando qué es lo relevante, quien pasa a ser el protagonista.
Gran parte de los personajes que pasan por estas páginas son freaks, como si Mitchell buscara en los márgenes, en lo raro, su razón continua de búsqueda. Fue con Joe Gould, El Profesor Gaviota, incluído en esta selección, después de hacer una relectura de su propio artículo, que Mitchell obtuvo su mayor reconocimiento. No escribió nada más. New Yorker lo mantuvo en plantilla hasta su retirada, como un fantasma que da lustre al pasado.
La fabulosa taberna de McSorley se divide en tres partes. La primera, mucho más amplia que las dos últimas. Lo que las comunica es la ambición de querer captar lo que una ciudad como Nueva York da de sí, para un hombre que venía de Carolina del Sur. Es la historia que otros muchos han vivido, la del hombre de provincia que llega a comerse la gran ciudad y acaba encontrando en ella una forma de vida.

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