
Noel Ceballos – Blackie Books
Que Internet es el nuevo mundo al que ya nos hemos habituado es algo que ni nos paramos a pensar. Cada vez que subo al metro y abro el libro, levanto la cabeza y todo lo que veo son caras iluminadas que observan fijamente sin que nada cruce por su cabeza.
La pregunta con la que Facebook carga su interfaz es casi una duda ontológica: ¿Por qué es tan importante que Internet crea que soy feliz? Nuestra nueva vida social se ha convertido en un escaparate en el que vender gustos, intereses y datos que empresas recopilan y sintetizan para la nueva publicidad. Esta Primera Iglesia Unificada de Mí Mismo es la máscara a la que rendimos culto, donde lo malo, lo triste y la frustración no tienen hueco ni botón con el que interactuar.
Pero esta máscara no sirve solo para hacernos más atractivos. El mundo digital traza un nuevo círculo de tiza sobre la moral, el límite de las convenciones sociales se extiende y llegar al dolor es mucho más fácil. La máscara sirve para aruinar vidas, con una media sonrisa en este triunfo de la ironía y lo irreverente que es Twitter. Internet es un lugar donde el activismo político y social se transforman, no se revientan líneas de tren sino que boicotear la web de una empresa es un acto más cercano a la diversión punk que a la lucha por un mundo mejor..
También la fama se ha transformado, de las fotos perfectamente iluminadas que se colgaban en las paredes la fama se logra hoy en forma de memes, de sátiras. La estrella no es un personaje admirado sino un recurso expresivo, un mensaje banal de una vida que ya no se admira sino que sirve como parte de la media sonrisa.
Esta falta de autenticidad en lo que vivimos, en lo que no se borra tras el scroll infinito, es lo que despierta el gusto actual por lo retro. La moda en la era de la explosión digital es mirar al pasado, traerlo de nuevo y revivir lo que en otros días era algo intenso. Lo retro hace que caminemos entre fantasmas, revivamos series de hace dos décadas para sentir una sorpresa que ya no es posible. Los espectáculos no son más que simulacros de un recuerdo: vivimos más pendientes de compartirlos y dejar constancia de que estamos recordando que de pensar en lo que nos cuentan.
Pero este mundo en el que todos estamos conectados, llenos de admiración y preocupados por vender la mejor versión de nosotros mismos, también tiene sus fantasmas. Esta Arcadia no se libra de su pesadilla: como un laboratorio secreto, en las catacumbas de cualquier palacio lleno de flores y salones de espejos, Internet se ha convertido (sobre todo a raíz del 11-S) en una justificación para la paranoia gubernamental. Es fácil observar por la mirilla de nuestros teléfonos, leer nuestras notas llenas de ira y ver las fotos más íntimas del Whatsapp para parar un peligro fantasma o, más bien, controlar mentes desde la sombra.