Cuenta que su padre tenía dos estribillos que le solía soltar al llegar a casa. El primero era uno que les debe sonar a muy pocos: «Chaval hay que leer a los rusos». Un tarareo mecánico y persistente anunciaba el segundo, más exigente si cabe: «Lee a Papini». Juan Tallón hizo caso a aquellos consejos y puso el oído sobre el pecho oscuro de Dostoievski. También bajó a los sótanos de la literatura italiana de preguerra para abismarse con libros como Jucio universal. Prueba fehaciente de que hay libros -y padres- que dejan una huella más honda que la canción del verano.
¿Cómo comenzó tu pasión por los libros?
La arqueología de las pasiones es difícil de rastrear. Pero la influencia paterna fue definitiva. También tuve una etapa en la adolescencia que acabó siendo muy importante en la constitución de mi educación literaria. Los años de BUP y COU fueron decisivos. El hecho de la escritura es una prolongación del hecho de la lectura. Al final acabas queriendo parecerte a las personas que te han hecho feliz cuando las has leído.
Hay lecturas como la de American psycho o La novela luminosa que te hicieron cambiar tu perspectiva sobre cómo y sobre qué se puede escribir.
Nadie se hace escritor porque ha leído un libro concreto. Aunque hay libros que te hacen tropezar de algún modo. Nunca había leído nada parecido a la novela de Easton Ellis. Había hecho las lecturas obligatorias del currículum del bachillerato, pero al leer un libro sobre la época contemporánea como American psycho fue como ver una luz cenital. Hasta ese momento sabía que quería caminar, pero no sabía por dónde. Ese libro despejó cierto terreno. La novela luminosa también tuvo ese efecto. Deduje de su lectura que se podía hacer literatura con cualquier cosa, no necesitabas tramas sofisticadas, misterios insondables o un ritmo trepidante para escribir. Con un fraseo personal y con unas vivencias casi anodinas podías escribir un libro inolvidable.
Cuando Tallón llegó a la facultad de Filosofía, ya le flapeaba el veneno de la escritura, sabía que quería ser escritor. Fue allí, entre textos de Parménides y de Kant, donde planeó mil fórmulas para colocar sujeto, verbo y predicado. En aquellos años el ritmo de lecturas fue muy intenso, señala. Los textos iban dejando su poso como esa materia que sirve de abono, pero que huele mal, hasta que de la podredumbre nace algo bello que incluso sirve de alimento. El autor de A pregunta perfecta (o caso Aira-Bolaño) cree que aquellos años, además de los café y las birras, le dejaron una actitud narrativa tendente a filosofar sobre aquellos asuntos que conciernen a los personajes y a sus conflictos. A inocular en el texto cualquier cosa que remita a algo profundo.
Empezó publicando en gallego, dice. Sólo se decidió a hacerlo en castellano cuando no encontró editorial que quisiese publicar su novela El váter de Onetti, escrita durante una temporada que pasó en Madrid. La editorial Edhasa se interesó por su trabajo una vez que él mismo la tradujo. Desde entonces no ha vuelto a la lengua de Rosalía de Castro. «Yo me dedico a hacer literatura, da igual que sea en español o en gallego, la escibiría en chino si fuera necesario. La lengua es un asunto importante, pero no tanto como para imponerse sobre el literario», explica con un marcado acento que no podría disimular ni debajo de agua.
En tus textos se puede apreciar cierta fascinación por el lado más oscuro de los escritores. En una referencia a Albert Cohen, dices que una novela no se pone cómoda, como si estuviese en casa, hasta que no se accede al infierno.
Sí, porque la literatura siempre trata sobre un infierno personal que tiene que ver con una modalidad de enfermedad que casi no tiene cura, la de ser escritor. Es raro que un escritor deje de serlo, aun cuando no escriba. Philip Roth decía que un buen libro nace de un montón de basura a la que se le echa gasolina, después se le echa más basura y al final igual sale un libro decente. Si eres capaz de hallar ese combustible, puede salir un libro interesante.
La escritura y los escritores son dos de tus grandes obsesiones.
Me interesa mucho el proceso creativo. Esta ignorancia sobre mi propio trabajo acaba volviéndose material de trabajo. Este uso tiene que ver con la dificultad para curarme de algunas preguntas que no sé cómo responder, como el hecho artístico. Que el ser humano, que en principio es un animal social que tiene necesidades físicas y fisiológicas que satisfacer, acabe generando inquietudes intelectuales y manifestaciones artísiticas para mí es algo fascinante.
En Libros peligrosos el escritor hace un recorrido por cien obras que ardieron como atardeceres rojizos en su memoria. Libros de Perec, Aira, Faulkner, Cortázar, Talese, Morabito, DeLillo, Bunker, Carver, Cheever, Gopegui, Umbral, Walser, Piglia, Cioran, Lispector o Foster Wallace son materia prima para que Tallón comente y retoce y reflexione siempre con comentarios personales y, en muchas ocasiones, brillantes. No son reseñas. No es un canon. No son críticas balanceándose en el regio columpio de la academia. La idea es que estuvieran más cerca del entusiasmo de la novela que de la severidad del ensayo. Cada libro sobre el que se abalanza es engarzado con el siguiente. A veces los une con un fino hilo. Otras, tiende puentes como si los libros fueran dos ciudades lejanas que sólo su experiencia de lectura pudiera unir. Al final uno tiene la sensación de haber transitado por una novela autobiográfica con un lector compulsivo como protagonista.
Si Joyce jugaba con el lenguaje, Faulkner con el punto de vista y la rebelde de Virginia Woolf con el monólogo interior, Proust fue aquel que vino a enredar el tiempo y todas sus posibilidades con gran acierto en la novela, viene a decir el autor de Manual de fútbol. Precisamente, en la cosmogonía de En busca del tiempo perdido, Tallón asocia la gran novela francesa con la literatura prostibularia, cuando estos espacios eran, además de un lugar de intercambio sexual, un lugar con gran vida social y cultural. Tampoco estuvieron al margen las obras de Vargas Llosa, Onetti o Donoso, explica en un tono pausado por el que trepan sus disquisiciones. «El boom en general trató mucho el prostíbulo pero a estas alturas ya era un lugar muy sórdido y empobrecido. Pasó de estar en el centro de las ciudades a estar en a la perfieria. Al principio era un punto de influencia, luego pasó a ser un lugar proscrito. Eso que hemos avanzado», añade.
Su última publicación en castellano es Fin de poema. En sus páginas fabula con los útimos días de cuatro grandes suicidas de la literatura del siglo XX: Pizarnik, Sexton, Ferrater y Pavese. Tallón busca y encuentra. Halla las confluencia del alcohol y el tormento, los psiquiátricos y las terapias de estas vidas truncadas en las que se detuvo la literatura. Esta fascinación por entender y dar sentido a la existencia de escritores que se abandonaron, cada uno a su forma, es hasta ahora sello de identidad de este hombre delgado al que se le llenan los ojos de nubes al hablar de escritores y libros. «No entiendo que ser ministro sea más interesante que ser poeta. O que ser ingeniero sea más interesante que ser un escritor de diarios. Si a caso ser librero es tan interesante como ser escritor».
Además de la literatura, Juan Tallón también ha ejercido el periodismo, aunque fue una romance amargo. La progresiva precarización del ejercicio de la profesión y el tono frívolo con el que los medios intentan atraer a los lectores que huyen en desbandada hicieron que este periodista a ratos se fuera alejando cada vez más de las redacciones. A pesar de ello, le sigue dando el toque literario a las mañanas de A vivir que son dos días, el programa de la SER dirigido por Javier del Pino. Y en El País publica una columna semanal en la que habla sobre fútbol, otra de sus grandes pasiones. La revista Jot Down es otro de sus trampolines. Para el escritor la literatura es arriesgar, esculpir el vacío, poner a cada obsesión su acantilado.
Heredero de Montalbán, de Fontanarroso o de Enric González, Tallón reivindica escribir sobre fútbol de la misma manera en la que se pierden los balones largos por la banda. En Manual de fútbol se recogen algunas de sus aportaciones literarias a este deporte de masas. «Yo utilizo el fútbol para no hablar de fútbol, si se me premite la contradicción. Pero porque no sé hacerlo de otra manera. Me requeriría unos conocimientos que no tengo y me obligaría a escribir para un determinado público. No escribo para los seguidores de fútbol, sino para los lectores del fútbol». El fútbol es cultura y trae al presente la infancia, viene a decir este columnista melancólico e inusual.
¿Qué te da la literatura que no te da el periodismo?
La literatura no me mete prisa, me da libertad, no tengo a nadie por encima. Yo soy el tirano, quien gobierna el texto. Eso es impagable, conducir tu propia carrera y decidir por dónde van a ir tus textos.