Leemos muchas historias en Zona Reservada, y también las contamos.
Fue un día de mierda. La lluvia de aquella mañana no sólo me había calado hasta los huesos, sino que había destrozado el pedazo de cartón que me protegía del frío. Me levanté y busqué refugio en la marquesina de una parada de autobús hasta que volvió a salir el sol.
De vuelta a mi calle habitual, fue difícil encontrar un lugar seco. Cuando lo encontré, me tumbé de lado, con la espalda contra la pared. Utilizando mi bufanda como almohada, intenté conciliar el sueño. La ropa húmeda era muy incómoda, y posiblemente me costase una pulmonía, pero no había otra opción.
Antes de poder quedarme dormido, vi un coche recorriendo con velocidad la calle. Era un coche negro, de aspecto lujoso, con los cristales tintados. Cuando llegó a mi altura se detuvo, lo cual me inquietó y me hizo sopesar la idea de salir corriendo, aunque mis piernas estuvieran agarrotadas. Del coche se bajó un hombre alto y corpulento, trajeado, con gafas de sol y un auricular en su oreja del que colgaba un cable en espiral que se perdía en el cuello de su camisa. Abrió la puerta trasera con gesto solemne, y de ella emergieron un hombre y una mujer, pulcramente vestidos. El hombre, que en la solapa de su traje lucía un pin que no supe reconocer, se acercó a mí.
-Levanta- me dijo. Empecé a tener miedo. Le miré, y negué lentamente con la cabeza.
-¡Que levantes, coño!- gritó el hombre, mientras me agarraba de una muñeca y tiraba de mí. Cuando vi que su guardaespaldas se acercaba a ayudar, cedí y me levanté.
Les pude ver mejor. Del coche había salido una cuarta persona, que sostenía una cámara de fotos. La mujer comía animadamente de una bolsa de patatas fritas. Mi estómago ronroneó levemente. El hombre del traje me pidió que mirase a la cámara. Él lo hizo con una amplia sonrisa, mientras rodeaba mis hombros con un brazo.
-Ahora dame la mano- lo hice, sentí como empujaba con sus dedos para separar nuestras palmas, en un gesto casi imperceptible. Cuando el fotógrafo dio el visto bueno, se alejó bruscamente.
-Cariño, pásame las toallitas.
-Vale- dijo la mujer.- Sujétame un momento las patatas, porfa.
Él sostuvo la bolsa con dos dedos, esforzándose por no ensuciar el almuerzo de su mujer.
-Disculpe- dije. Él se giró con hastío.-¿Podría darme una? Tengo hambre.
-Claro- dijo él. Metió una mano en la bolsa y cogió un puñado de patatas. Cuando extendí los brazos para recibirlas, las dejó caer sobre un charco que agua. -Ahí tienes.
La mujer sacó las toallitas de su bolso y se las entregó. Él se limpió compulsivamente mientras volvía al coche. –Qué puto asco- le oí murmurar.
Me gustaría poder decir que ignoré esas patatas, tiradas en el suelo, que grité a los cuatro vientos que se las podía meter por el culo una a una, pero eso sería faltar a la verdad. El hambre es desesperante.
Al día siguiente, un anciano se sentó en un banco cercano y comenzó a leer su periódico. Cuando me vio, no desvió la mirada con rapidez, como suele hacer la gente, sino que me miró fijamente. Luego miró su periódico, luego otra vez a mí. Sonrió levemente y prosiguió con su lectura. Cuando acabó, lo dejó sobre el banco.
Me mataba la curiosidad, así que me acerqué y cogí el periódico. No necesité leerlo con detenimiento. Yo aparecía en primera plana, dando la mano a aquel hombre trajeado, que sonreía con una cordialidad muy convincente. Nunca olvidaré el titular. CANDIDATO PRESIDENCIAL SE ACERCA A LOS PROBLEMAS DE LOS MÁS NECESITADOS.
César
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