Un hombre ocioso
Yusuf Atilgan
Traducción del turco de Pablo Moreno
Gallo Nero, 2016
El tipo que salió del cine entre la multitud dos horas después a un callejón parecía otro. Pensaba: «En nuestra época vive una criatura efímera que los siglos pasados no han conocido. El hombre recién salido del cine. La película que ha visto le ha hecho algo. No es la persona que mira solo por su bien. Está en paz con el mundo. Se espera que lleve a cabo grandes obras. Pero muere en cinco o diez minutos. La calle está llena de gente que no viene del cine; lo absorben, lo diluyen entre ellos con sus caras largas, su indiferencia, sus andares sagaces.» Se miró el reloj: quedaban cinco minutos para las cuatro y media. «Podría ir a casa a leer». Anduvo hasta la parada. Ya sé cómo salvarlos. Hay que construir cines enormes. Un día hay que meter dentro a todos los habitantes del planeta. Que vean una buena película. Que de pronto salgan a la calle…» Se rio de su ocurrencia. Los que estaban en la parada se volvieron para mirarlo. Una mujer frunció el ceño. No había nadie que no supiera que no podía reírse uno solo en voz alta por la calle. «¡Qué gente, por Dios! Si me he reído, pues ya está, ¿a vosotros qué más os ni da?» Fue incapaz de quedarse allí, echó a andar. Ya no se iba a ir a casa. Han matado «al hombre recién salido del cine» que llevaba dentro. pág.23
Esta reflexión es un buen ejemplo de lo que este paseo literario con un “flâneur” turco nos depara. Una vida en permanente búsqueda, del amor, del encuentro, de algo estimulante para una vida aburrida y tediosa, siempre a contracorriente del horario de trabajo de sus conciudadanos.
Este rentista maravillosamente apasionado, capaz de esperar durante días que surja un encuentro, planificador de casualidades, filósofo de la huida. Pasearemos entre calles ruidosas donde las cosas más interesantes ocurren a la vista de todos sin que nadie las perciba; entraremos en cines en los que el sexo furtivo o el amor más romántico confluyen entre los diálogos de la pantalla; iremos a una playa que querremos desierta solo para nosotros; buscaremos piso con tres habitaciones para la familia justo antes de salir corriendo para evitarlo.
Quién sabe, si la gente no estuviera aburrida, lo mismo se olvidarían de ir al trabajo. El trabajo consuela», solía decir su padre. Un consuelo que a él no le interesaba. Escribir todos igual, impartir clases igual, blandir el martillo todos igual: es a lo que ellos llamaban trabajo. Incluso el conductor que tocaba el claxon diferente, el herrero que sacudía su martillo a un ritmo distinto, al segundo día, se repetían. El objetivo de la vida era la rutina, la tranquilidad. A la mayoría le daba miedo el esfuerzo, la novedad ¡Qué fácil era adaptarse a ellos! Si quisiera, por la mañana daría clase en algún colegio y por la noche se acostaría con mujeres hermosas y calladitas. Con la gorra. Pero ya sabía: no iba a poder conformarse. Hacían falta otras cosas. Era bonito incluso llevar desesperadamente la dificultad al límite. Pág. 63
Pero ojo, nada que ver con ese deambular de los turistas actuales. Estamos hablando de un paseante sensible ante la belleza, en busca del libro, del cuadro, de la película que renueve el asidero vital de una existencia, de una conversación, de un amigo del alma, alguien con compartir algo más que la charla de un café, un encuentro en la calle, una borrachera. Una lectura para paladares inquietos, que no nerviosos. En La Buena Vida hemos encotnrado un alma gemela, nos hace mirar a los turistas que pasan por las mismas tiendas, por las mismas calles, sacando las mismas fotos, con una sonrisa interior en al que reconocerles, en la que nos reconoceremos cuando nos vayamos a unas vacaciones que no queremos, porque nos cuesta siempre abandonar la librería.
El engaño de los primeros días se pasa rápido. Museos, pinturas, sitios nuevos y tal… Luego te mueres de aburrimiento. Hagas lo que hagas, es imposible no ser un turista. Entiendes, ¿no? ¡Un turista! Esa sensación de que no pintas nada, de que estás ahí de paso… Pág. 167