
John Fowles – Impedimenta
Lo mejor de caminar por las calles siempre es mirar hacia arriba. Hay un cierto riesgo a tropezar o chocarse con alguna farola, pero la mejor forma de encontrarse con las sombras, el azul intenso cruzado por nubes o la sorpresa de un vecino haciendo lo mismo es abandonar un poco al cemento.
En un momento de este pequeño ensayo, Fowles levanta la mirada en el bosque de Wistman y observa un techo vivo, donde las hojas se agitan y contestan al viento. Un espacio que fue el hogar de otro tipo de ser humano, capaz de acariciar las cortezas de sus refugios, de sorprenderse con cada nueva rama salvaje. Los árboles son la causa de las estilizadas catedrales góticas, de los hierros que alzan rascacielos, de este afán de conseguir tocar las nubes.
En ‘El árbol’ las ideas crecen salvajes, se cruzan pero no se roban la luz, igual que los árboles respetan a los que están a su alrededor. La naturaleza, la creación artística y el conocimiento echan raíces en un manto que se extiende con calma a lo largo de sus páginas, reivindica un mundo donde la naturaleza es un lugar del que aprender admirándose. Una concepción de la naturaleza tan despreocupada de los rastrillos y las podas como la de ‘Jardines’ de Umberto Pasti.
Igual que la mejor literatura, los bosques de los que habla Fowles son lugares que desafían al tiempo, son volubles y sinuosos. Como las ramas de los robles, el arte crece según la dirección de la sensibilidad del artista, no por el conocimiento de su oficio o de las técnicas que domine. Lo que hace especial una obra de arte es tan inefable como lo que se siente al apoyar la cabeza en un árbol centenario.
Este pequeño secreto que Fowles guardó entre ‘La mujer del teniente francés’ o ‘El coleccionista’ permite que resintonicemos con el crujir de la madera, nos trae el manual definitivo para dejar de imitar a Lineo con su extraña manía de ponerles nombres a las plantas y dejar así que nos hipnoticen. Porque la naturaleza existe para fascinar, enamorar y contar algo para lo que no sirven las etiquetas.
«Decirle a la gente por qué, cómo y cuándo debe sentir esto o aquello (ya sea sobre el disfrute de la naturaleza, de la comida, del sexo o de cualquier otra cosa) quizá sirva para cubrir algún tipo de desconocimiento que podría resultar socialmente nocivo y, sin duda, a veces sucederá así. Pero lo que estas enseñanzas no aportan jamás es la intensa satisfacción que produce cualquier tipo de arte, ya sea al practicarlo, al conocerlo o al experimentarlo: la autoexpresión y el autodescubrimiento. Un manual sobre sexo jamás será un ars amoris, tal vez podamos hablar de un compendio de técnicas de acoplamiento, pero nunca del arte de amar».