El sentido de un final

El sentido de un final
Julian Barnes – Anagrama

“A medida que envejecemos, el corazón se nos va desnudando, como los árboles”. Así pensaba Flaubert en 1852 y así lo incluyó, junto a otras muchas anécdotas e ideas, Julian Barnes en su novela El Loro de Flaubert, basada en el autor francés.

Barnes (d)escribe la vida. Desde la observación. Lo lleva haciendo desde su primer libro. Con la sencillez, el dolor, la audacia y la ironía de lo que se esfuma, de lo que se sabe imperfecto e incluso absurdo e irreconciliable. Todos esos rasgos de la condición humana que nunca atiende al presente por puro anhelo, inexperiencia o una extraña necesidad de avance. “El tiempo primero nos encalla y después nos confunde. Creíamos ser maduros cuando lo único que hacíamos era estar a salvo. Pensábamos que éramos responsables pero sólo éramos cobardes. Lo que llamábamos realismo resultó ser una manera de evitar las cosas en lugar de afrontarlas”. Este es uno de los juicios que emite Tony Webster, el personaje central de El sentido de un final, sobre su propia existencia narrada en dos fases, juventud y actual vejez, que terminan confluyendo en la búsqueda de la identidad y el rigor de su memoria, camuflada o mal atendida, a lo largo de los años.

“Cuando eres joven quieres que tus emociones (…) te trastoquen la vida, que creen y definan una nueva realidad. Más tarde, quieres de ellas algo (…) más práctico: que sostengan tu vida tal y como es y ha llegado a ser. Quieres que te digan que las cosas están bien”. En esa línea argumental que nos hace conectar inevitablemente con Paul Rayment, el protagonista de Hombre lento, de J. M. Coetzee y con Liam Pennywell, el de La brújula de Noe, de Ann Tyler, Barnes va haciendo una autopsia en vida de Tony hasta dejar su corazón desnudo. En ese estado de serena desesperanza ante las evidencias que va concediendo la edad. La propia vida. Con su mezcla de lucidez y claroscuros.

Un libro inmenso.

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