La semana pasada, mientras una persona que había venido por primera vez a la librería rellenaba los datos para hacerse la ficha con nosotros, coincidió que llegó uno de los clientes habituales, con el que intercambié algunas palabras mientras ella seguía escribiendo. Al poco, cuando estaba cobrándole el libro, apareció otra amiga de la librería y se repitió el saludo. Y aún ocurrió una tercera vez antes de que la mujer se fuese a casa con su lectura. ‘Pero, qué pasa, ¿es que aquí todo el mundo se conoce?’, exclamó.
Al día siguiente, después de cerrar el libro que andaba leyendo, a punto de caer rendida por el sueño, miré de reojo a la mesilla y me volví a acordar de aquella señora. Ese ‘conocerse’ que a ella le llamaba la atención, hacía que junto a la lámpara de lectura estuvieran esperándome las Conversaciones de E.M. Cioran (Tusquets) con Una chica en invierno de Larkin, Los pequeños tratados de Quignard (Sexto Piso), o Leonora Carrington, de Joanna Moorhead (Turner). También es la causa por la que junto al sofá aguardan Viaje con Clara, de Fernando Aramburu (Tusquets), Darse de Victoria Ocampo (Fundación Banco de Santander), el DVD de la serie Treme, de David Simon y Eric Overmyer, o los cuentos de Woody Allen con diferentes papeles entre sus páginas que señalan aquellos a los que dar prioridad a la hora de leer. O de que en el otro ‘rincón’ de lectura de la casa, Del dolor y la razón, de Joseph Brodsky (Siruela), la edición de Pre-Textos del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, o los Diarios de Alejandra Pizarnik, hagan compañía desde hace algún tiempo a aquella mítica Antología marxista. ¡Y también dos huevos duros! editada hace ya unos siglos por Plot.
Recordé también que era el motivo que me permitió disfrutar con Una soledad demasiado ruidosa de Hrabal al poco de reabrir la librería, o con El barón rampante de Italo Calvino (Siruela) o De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère (Anagrama). ¿Y aquel viaje a Bélgica al que me llevé el Stoner, de John Williams (Baile del sol), debajo del brazo?
Hace poco hojeaba en casa Esto no es normal, de Joel Salatin (Diente de León), y ahora estoy deseando ponerme con Japón perdido, de Alex Kerr (Alpha Decay). Y todo gracias a esas conversaciones que a veces ocurren entre las cuatro paredes de La Buena Vida, a alguien que en algún momento mostró un entusiasmo tan convincente por estos libros que enseguida quise experiementarlo en primera persona. No hay nada que de más envidia a un lector que otro contándole lo que ha disfrutado de una lectura.
La suerte es que esto se extiende también a otros campos y así me he pasado días enteros escuchando a Joni Mitchell en bucle, o a Tulsa, o a Ricardo Lezón, o a Chet Baker, o a Fran Nixon. Y he corrido a casa de mi hermana para hacer uso de su sucripción de Netflix y ver el documental sobre Joan Didion, de la que me fascinó El año del pensamiento mágico (Literatura Random House), o la última película de Noah Baumbach. Si hasta casi he aprendido a diferenciar el bajo mientras escucho música, a pesar de mi oído desastroso, gracias a las precisas indicaciones de otro amigo de la librería, con el que por cierto comparto entusiasmo por la película Sieranevada, de Cristi Puiu.
Porque ese ‘conocerse’ al que aquella mujer hacía referencia, está hecho de momentos a los que cualquiera se ve invitado a participar y en los que cada uno habla de sus pasiones y las comparte con el placer del que gusta de descubrir algunos de sus tesoros a los demás. Hablamos de libros, de cine, de teatro o de música, de series o documentales y hasta nos recomendamos el mejor sitio del barrio para comprar el pan o los polvorones. Se convierte así la librería en un pequeño contenedor de placeres a disposición de todo el que quiera disfrutarlos, y es inevitable no ceder al impulso de llevarse algunos a casa.
No hay vida para tanto, pero tranquiliza saber que hay tanto para disfrutar de la vida y salir, si no airosos, sí menos perjudicados de la supervivencia cotidiana.
Paula Fuertes