Duchamp. Un juego entre mí y yo

duchampDuchamp. Un juego entre mí y yo
Francoise Olislaeger – Turner

De  familia numerosa, compartió el fuego de la infancia con dos hermanos y tres hermanas. Su padre, notario, aunque hombre sensato y sensible, dejó que floreciera el arte en casa. Entre ellos hubo un pintor  y un escultor: Gaston y Raymond. Lo del pequeño Marcel Duchamp iba a ser otra cosa a la que todavía había que ponerle nombre. Lo bautizaron como readymade. Años atrás la Escuela de Bellas Artes le había negado que puliera allí su talento. Tampoco le importó mucho a Duchamp, que arrampló con los anclajes  del arte.

Pintó a su vecina Jeanne Serre en paños menores; con Joven triste en un tren buscó el movimiento en la pintura, mientras su vida era un lento caminar por el círculo vicioso a donde van a parar las grandes preguntas; antes de saber que había transitado por el fauvismo ya lo había abandonado; en 1912 tuvo que retirar sus cuadros del Salón de Otoño de París porque tampoco conectó con la estética cubista. Fue Francis Picabia, el  amigo con el que fue al exilio a Nueva York durante la Gran Guerra, el que le presentó a Apollinaire, y de ahí fue en picado a Raymond Roussel, uno de los pilares de surrealismo y de la noveau roman.

Del profuso humo de las pipas que fumaba vislumbró que su mundo era cuestión de cuatro dimensiones. La contemplación, una pizca de suerte, cientos de horas leyendo en la cama en posición horizontal y la falta de chimenea, confiesa el joven Marcel, fue lo que le hizo fijar una rueda de bicicleta a un taburete de cocina para ver cómo giraba. Muchos lo verían como un capricho, una rareza, un juego, un artefacto para evitar el psicoanalista.  Poco después llegó El escurridor de botellas(1914), un objeto irresoluble para el común de los mortales. Extirpó la utilidad primigenia del objeto. Lo sometió a una ensoñación íntima. Quizá es por eso que el artista no creía en la ecuación de Arte y Pueblo.

En la primera temporada que pasó en Nueva York, mientras las potencias europeas se hacían trizas, Marcel jugaba al tenis con Man Ray, pero sin red, sin raquetas, sin pelota. En la ciudad de los rascacielos nacieron readymades como In Advance of The Broken Arm(1915) o Tropezador(1917), un perchero que molestaba en el suelo y que Duchamp convirtió en un objeto de deseo para las galerías de arte. El azar era su método. Y Man Ray, Picabia, los Arenberg, el púgil y poeta Arthur Cravan, Mina Loy, Katherine Dreier, Beatrice Wood, las hermanas Stettheimer, Henri-Pierre Roché o Jean Crotti se conviertieron en sus camaradas y en una inmejorable compañía.

Con algunos de ellos creó la exposición de la Sociedad de Artistas Independientes. Por una cuota de seis dólares el artista podía transitar por los límites del arte. Allí mostró Duchamp Fuente(1917), el urinario más famoso de todos los tiempos. El dadá se imponía, era un grito contra el arte burgués. Esta pequeña  gran framilia portaba en una mano  el secreto del nuevo  arte y en la otra un readymade con el que retar al canon y a una sociedad que cada día les parecía más absurda. No era un acto revolucionario, sino la historia de siempre. Matar al padre era una cuestión de principios, un gesto del antiarte, casi una obligación. Duchamp, siempre de punta en blanco, entendía que esa era la forma más elegante de enfrentarse contra la mediocridad.

La saudade lo devolvió a Francia. Aunque antes, en Buenos Aires,  su pasión por el ajederez lo llevó a diseñar un tablero extraño. Uno  puede imaginar al alfil con estilete y con alas el caballo, o algo así.  Muerto  Apollinaire, Marcel se arrimó a su amigo Picabia y a su salón literario. Por allí pasaron ilustres como Cocteau, Rigaud, Aragón o Tzara, entre otros. Era la época en que pagaba al doctor con Aire de París(1919), otro readymade que dió que hablar. Como Duchamp le daba a todo, no se cortó y grabó un a pelicula breve y cariñosa con una baronesa. Aquello fue otra broma seria. Casi como cuando se casó con Lydie Sarazin-Levassor. El matrimonio le duró seis meses, algo más que una partida de ajedrez.

Uno de los trabajo que más le obsesionó a lo largo de su carrera fue  Gran vidrio. A Duchamp le interesaba lo que ocurría en esos momentos en los que no parece ocurrir nada pero que todo cambia. El conductor que transportaba Gran vidrio en una camioneta hizo añicos la obra. Para el artista no fue un problema. Se lo tomó como una colaboración desinteresada. Un añadido.

A pesar del éxito y las amistades – Peggy Guggenheim, Warhol o Dalí– Duchamp también tenía que ganarse las habichuelas. Hasta que su compañera Mary murió. Su hermano le ofreció una renta fiduciaria que hizo que dejara de preocuparse por el tema económico de por vida. Acabó dando conferencias en universidades y siendo un promotor del erotismo, como motor de su quehacer.

Todo esto -y mucho más- se cuenta en Marcel Duchamp. Un juego entre mí y yo, un cómic que muestra la vida del artista francés. Olislaeger (Lieja, 1978)  ha sido el encargado de ilustrar las andanzas de Duchamp. Conocido por sus trabajos en publicaciones como Los incorruptibles o Le Monde. Además, destacaría el formato tipo acordeón y la propuesta de  lectura que el cómic plantea. Me parece un acierto acercar así la figura de un hombre que ante todo quiso ser libre.

Todo esto me hace recordar un bar que está cerca de La Buena Vida al que a veces nos hemos escapado después de trabajar. Es un antro que aguanta abierto hasta las seis o siete de la mañana. Tapas, cerveza, gin tonic, whisky -siempre en vaso de tubo-. Flamenquito. Lo que quieras. Es un bar en el que pueden ocurrir las cosas más surrealistas. Se han rodado hasta escenas de  películas. Lo que más que sorprendió la primera que vez entré fue encontrarme un árbol de navidad colgado del techo, como si Duchamp hubiera pasado por allí en algunos de sus viajes. Difícil.  El artista murió en 1968 y pidió que lo incineraran con las llaves de su taller en el bolsillo.

@cercodavid

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