
Armada se sienta en la silla frente a la cámara. La espalda a medio metro de la estantería. Parece que ésta un día se va a despanzurrar debido a la carga de libros que soporta. Por ahora aguanta. El autor de Diccionario de Nueva York (2010) pregunta cuánto puede extenderse en las respuestas. “Lo que quieras”, le digo, mientras aprovecha para beber agua. Por la ventana se cuela el rugido diesel de un autobús descapotable cargado de turistas. Es como si el ruido viniera de otra época, como si voces olvidadas volvieran a engarzar con la memoria del tiempo.
P- Mientras en Barcelona se acababan de celebrar los Juegos Olímpicos, a menos de 3.000 kilómetros, en pleno corazón de Europa, se estaba cometiendo una limpieza étnica. ¿Por qué decide un periodista que tiene una vida apacible en EE. UU. irse a un conflicto de tal envergadura?
R- Bosnia también tuvo unos Juegos Olímpicos, en invierno, y poco después era una ciudad sitiada. Yo había hecho un viaje muy largo por EE. UU. y a la vuelta me ofrecieron a ir a cubrir la guerra. Venía de la sección de opinión y había estado en cultura. Lo que tenía era mucha curiosidad, también algo de morbo por ver cómo era una guerra de cerca. Pero lo que me hizo dar el paso era la curiosidad por saber cómo podía soportar el miedo, cómo podía trabajar con el miedo a morir. Quería saber cómo se cuenta una guerra. Tenía una curiosidad genuina por la condición humana, cómo nos mostramos y somos cuando estamos en un conflicto de esa magnitud. Al llegar, en el primer choque, me dio la sensación de haber aterrizado en la guerra civil española, porque Sarajevo es una ciudad cosmopolita como puede ser Madrid. Los yugoslavos físicamente se parecen a nosotros. Todas las guerras civiles se parecen demasiado. El desgarro es muy profundo. Era algo muy extraño, hiperrealista.
P- Estás viviendo bien, cómodamente en Madrid, y de repente decides irte a una guerra. Eso cambia tu vida por completo.
R- En una guerra, o te cubres con una capa de amianto o te cambia por completo. Mi intención era poner al lector en el lugar del otro. Llevar al lector de la mano, y compartir con él lo que yo veía. Lo que más me llamaba la atención era ver a la gente luchando por vivir en la normalidad dentro de la anormalidad más absoluta. Mostrarles lo que ocurre cuando se suspende todo lo que en una sociedad constituida funciona. Vi a la gente quemar su biblioteca para calentarse, desvivirse por lavarse. O a hombres celebrando su cumpleaños a pesar de que se jugaban la vida para llegar hasta el lugar en el que se celebraba la fiesta. En una guerra como esa, todo lo que nos parece normal se fractura. El agua que sale del grifo deja de salir, y la luz dejar funcionar. Me interesaba enseñar todas esas cosas porque me parece que era la mejor manera de un lector español entendiese qué es lo que estaba pasando. De hecho, cuando he vuelto ahora, 20 años después del fin de la guerra, si abrías el grifo salía agua, podías pasear junto al río sin que te disparasen, o salir por la noche sin que hubiera toque de queda.

En Sarajevo, la crónica periodística y el diario íntimo, reflexivo y poético se van dando la vez, como dos pájaros amigos que buscan llegar a la meta de un cielo en llamas. Dos visones. Dos voces. Y un sólo hombre que, además, aprende en el terreno lo fácil que es derrumbar aquello que ha costado años construir: la convivencia entre los pueblos. Bellos parajes naturales y tripas esparcidas de lo humano se confunden en el epicentro del conflicto. Allí conoce a Susan Sontag y a Juan Goytisolo, el único intelectual que acude a la llamada que la autora de Ante el dolor de los demás hace a la izquierda. De él lo había leído casi todo, explica. A ella la entrevistó para El País y se dejó intimidar por su mirada abrumadora. “Susan Sontag fue persuadida por su hijo para que fuera a Sarajevo. Allí montó Esperando a Godot. Yo desayunaba con ella y su pareja, la fotógrafa Annie Leibovitz. Años después, en un viaje que hice a Nueva York, me la encontré en el Metropolitan. Parece una mujer distante, pero al reconocerme me dio un abrazo que casi me estruja. Las situaciones que se viven en ese tipo de conflictos unen a las personas fuertemente”.
En medio de la guerra, Armada va poniendo nombres y caras, como a Leila, una de las más de cincuenta mil mujeres violadas. O ese grupo de actores/soldados que deciden crear una obra de teatro para mantener la moral cívica de la ciudad. La misión del artista es la de dignificar al ser humano, se puede leer en la páginas de Sarajevo. “Una de la cosas que más me sorprendieron fue la de esos actores. Que ellos engrosaran las filas de las tropas no iba a cambiar el curso de la guerra, pero que hicieran teatro para que la gente de la ciudad sitiada tuviera un momento de introspección, sí era importante. O el periódico Oslobodenje, para ellos era tan necesario como el pan. Les daba la oportunidad de tener conciencia y de reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo”. En el caso de los actores, cuenta, se jugaban la vida y de hecho, explica Armada con voz tirando a aguda y tono grave y elocuente, un actor murió y a otro le amputaron las dos piernas. Así de certera era la puntería de los francotiradores. Hasta el publico se la jugaba cuando acudía a la función. La obra se titulaba El refugio.
Las imágenes que acompañan los textos corren a cuenta de Gervasio Sánchez. Con él cubrió la guerra. Y con él volvió 20 años después, como relata en el libro, en un largo viaje en coche, quizá para asegurarse de que lo que vivieron no fue un mal sueño, sino una realidad que marcó la historia de Europa y la de sus propias vidas. Este tándem, a lo Lennon y McCartney, o a lo Sancho y Quijote —recalcarían los más castizos—, se complementa en su diferente manera de poner el ojo sobre el objetivo. “La combinación de las dos miradas es muy enriquecedora”, explica un Armada que siempre le ha dado mucho importancia al efecto que la fotografía y los textos producen cuando la puesta en página es la adecuada. “Ahora con las publicaciones online se pierde mucho en ese sentido”, puntualiza, como si el mundo del papel conservara los reductos de la verdad que la frialdad de lo digital es incapaz de conseguir. A pesar de su nitidez.
Después de más de tres décadas en la profesión, el autor de Mar Atlántico (2012) no ha perdido la curiosidad por aquello que le rodea, ni el amor por las palabras. Tampoco esa humildad y paciencia, tan necesarias, para tantear el fondo donde se cuajan las historias. Todas y cada una de ellas son condiciones necesarias para ejercer el periodismo, explica. Nacido en una familia de clase media a la que no le faltó nunca de nada, Alfonso Armada interiorizó muy bien aquella frase que su madre decía en casa para hacerles distinguir, a él ya sus hermanos, lo accesorio de lo necesario. “Cuánto vicio, cuánto vicio”. Esa valiosa consigna parece haberle marcado el resto de su vida. Lo prescindible ha sido aquello que siempre ha evitado. Lo necesario: el periodismo, la escritura, la poesía.
Pingback: Voces de Chernóbil. Crónicas del futuro | La Buena Vida – Café del Libro